miércoles, 15 de octubre de 2008

El colocón de los miserables

Vagabundo en la Piazza (Addis Abeba

La gran avenida Churchill de Addis Abeba se rompe en dos cuando está a punto de alcanzar la parte alta de la ciudad, en la Piazza. La derivación que sale hacia la derecha es la calle Gandhi. El barrio conserva algunos vestigios de un pasado prometedor, cuando a la sombra del reinado de Menelik II la nueva capital abisinia hervía en una fiebre de modernización.
Viejas construcciones con reminiscencias indias, italianas o armenias tratan de resistir el paso del tiempo y el abandono. Algún nuevo edificio compite por hacerse con el espacio en una calle en la que unos minutos de observación pueden dar una idea comprimida y apresurada de lo que es esta enorme ciudad. Y también Etiopía. En uno de los países más empobrecidos del planeta conviven superpuestos y a veces confundidos, como si fuesen los pisos de una lasaña, momentos históricos diferentes, situaciones económicas dispares, usos sociales antagónicos.

Tamiru baja de la furgoneta para resolver algún trámite en un local de la zona. Hasta nuestra ventanilla llegan ofertas de casi todo: chicles y cigarrillos, las ramas de una planta con la que se limpian los dientes y collares de colores, calcetines y mapas de África... Por la derecha avanza un chaval joven, casi un adolescente, que tiene dificultades para remontar una cuesta con un desnivel asumible en condiciones normales. En una primera tentativa, con gesto cansino, nos hace saber que necesita dinero para comer. No puede con el segundo intento: se deja caer sobre una acera que algún día estuvo pavimentada. Encuentra los despojos de alguien que estuvo aquí mascando chat, apenas unas ramitas del tamaño de las cerillas. Se las lleva a la boca. Pero no queda nada del jugo de la planta estimulante, pegajosa y de sabor amargo, que unos usan para pasar el rato con los amigos y otros sencillamente para resistir su calvario. Las reservas no le dan para más. Sus gestos revelan algo que puede ser dolor o amargura. Posa la cabeza sobre la piedra que le servirá de almohada y se tapa los ojos con el brazo.

Bajamos de la furgoneta porque nos damos cuenta de que estamos sólo a unos metros del anticuario de Shumeta Leda, un hombre orondo y jovial que debe rondar los 60 al que hace algo más de dos años le hicimos unas fotos mascando chat. Aquel sí que estaba tierno, a juzgar por las risas y los aspavientos de Shumeta y sus amigos. Quizás los restos de su festín los intentase aprovechar alguien como el chaval que sigue tirado en la acera de enfrente.

La corta travesía hasta el anticuario, al otro lado de la calle, lleva su tiempo. Y no tanto porque haya que esquivar un tráfico intenso de coches, viandantes y algún rebaño. Sin apenas tiempo de poner el pie en el asfalto se nos acercan dos chavales espigados, con las piernas desnudas, flaquísimas, y cubiertos con sendas nételas raídas, una especie de chales que en su origen debieron ser blancos. Parecen dos pastores de las montañas de Lasta trasplantados de repente a la ciudad. Quizás lo sean.
También ellos quieren comer. Piden birres, claro. Les ofrecemos unos plátanos que le compraremos a una mujer que hace también dos años vimos exactamente en el mismo lugar. Protegida con un paraguas remendado mil veces, tiene la mercancía en un cubo azul de plástico. Parece como si no se hubiese movido del sitio desde la última vez que la vimos. Como si la mercancía hubiese madurado en el barreño. Cinco birres (unos treinta céntimos de euro) es lo que pagamos por un kilo de plátanos.

A unos metros, un hombre pelea bajo un viejo coche alemán para tratar de arreglar alguna avería. Mientras, otro parece pedir piezas, o tal vez sólo un consejo, a través de un teléfono móvil. Lo hacen en plena calle, junto a un taller de letreros de neón en el que se ve que las cosas van bien. La ciudad quiere lucir y, pese a los frecuentes cortes de luz, hay negocios, sobre todo en los modernos centros comerciales de Bole o Asmara Road, que encargan rótulos luminosos. No es el único síntoma de que a Addis Abeba –para muchos habitantes anclada todavía en la edad media de hambre, abusos y miseria- llegan también los ecos de la cybermodernidad. En la esquina más alta de Gandhi Road, en la terraza del Pizza Corner, un grupo de jóvenes bebe refrescos y consulta algo en un ordenador portátil.

Continuamos camino de la tienda del anticuario. Los pastores de los jirones siguen calle abajo repartiéndose la fruta. A unos pasos nos sigue una chica guapa que no debe pasar de los 16 años. A la espalda lleva un bebé. En otro lugar estaría discutiendo con sus padres por la última factura del teléfono móvil. Aquí es ella la madre de un niño que quién sabe en qué circunstancias fue engendrado. Desde la distancia nos sigue con la mirada, nos hace gestos inequívocos de que ella y su hijo también quieren comer. Salimos del anticuario después de entregarle al dueño copias de las fotos hechas tiempo atrás, a lo que él corresponde regalándonos una cruz ortodoxa plateada. Allí afuera, a la sombra de uno de esos árboles urbanos que quedan huérfanos en medio de humos y ruidos, está la madre casi niña rogándonos en silencio, con unos preciosos ojos negros, mientras amamanta a su hijo.

Regresamos a la furgoneta algo incómodos, sin saber muy bien si actuamos mejor cuando le compramos los plátanos a los dos flacos vagabundos o cuando lo único que le regalamos a la chica del bebé fue una sonrisa. Addis Abeba nos ha recibido esta vez con síntomas externos de progreso (carreteras en obras, nuevas calles, edificios en construcción) pero no sabríamos decir si con menos pobres en las calles. Lo que es seguro es que comprar ahora un saco de teff para comer inyera cuesta tres veces más que hace un año.

Arrancamos el coche. Allí sigue tirado en la acera el tipo que hubiese necesitado para llegar a lo alto de la calle algo más que los despojos del chat que otros mascaron antes. Y es que en el escalafón de la pobreza siempre hay alguien que está más abajo. Hasta para pillar un colocón.


2 comentarios:

Anónimo dijo...

Tremendo, tengo los pelos de punta y la emoción en la garganta.He recordado todas las caras y las miradas que hace unos meses me hicieron sentir como bien tu expresas.
un saludo
Maite

Ankami dijo...

Gracias Maite