Después de una ascensión difícil, incluso para unas piernas entrenadas y jóvenes, desde el monasterio escondido en una cueva de la montaña de Neakutoleab, cerca de Lalileba, la anciana se sentó en el suelo y extendió la mano hacia nosotros. Con un débil hilo de voz sururró algo que nos costó entender. "Sabona", acabamos adivinando. La mujer de las lágrimas espesas y el bocio en el cuello, miembro de una especie de congregación mendicante de la iglesia ortodoxa, nos estaba pidiendo jabón.
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