Se extiende una corriente de opinión que criminaliza a quienes adoptamos niños en países del tercer Mundo. Se siembran dudas sobre la limpieza y la legalidad de los procesos, que algunas habrá, no lo dudamos. Se generaliza y se emiten juicios temerarios en los que no sólo se nos coloca al borde de la delincuencia, sino que se nos retrata como cómplices del mal, inconscientes, irresponsables y, en el más amable de los casos, como ingenuos.
Hablamos en el comentario titulado Los hijos de Angelina Jolie de la frivolización de la adopción internacional, pero queremos hablar ahora de quienes actúan con plena conciencia y sentido de la responsabilidad. ¿Alguien cree que no nos hemos planteado esas preguntas con las que se pretende invalidar cualquier adopción internacional? Las fraudulentas (que también nosotros despreciamos) y las legales. Nos hemos preguntado muchas veces si no estaríamos participando, aún sin saberlo, en un negocio ilegal y repugnante; si el dinero que nosotros hemos dedicado a la tramitación de la adopción se emplearía correctamente, si tiene sentido que los Estados se inhiban en momentos decisivos de la tramitación mediante la privatización de la gestión.
Claro que nos hemos planteado si no le estábamos robando a Etiopía tres de sus mejores niños, si no estamos contribuyendo a hipotecar el futuro del país, si no sería más justo que creciesen en el lugar en el que nacieron, si no es más razonable atajar las causas profundas de la miseria, de la enfermedad y de la orfandad. La respuesta siempre es afirmativa, pero mientras tanto ¿qué? Olvidémonos de motivaciones altruistas y acciones heroicas: en la adopción confluyen dos intereses. Pero, por qué no decirlo, como en cualquier paternidad-maternidad deseada y buscada hay un componente de generosidad. Pese a todo, siempre hemos tenido claro que la gratitud siempre será nuestra hacia nuestros hijos, y no al revés.
Copiamos ahora lo que escribimos en caliente durante nuestra segunda estancia en Addis Abeba:
Martes 24/4/2006
"A media tarde salimos del hotel para dar un paseo e ir a la oficina de traducciones, que está en los bajos del Estadio. Al preguntarle a la farmacéutica por una dirección nos dijo que no era muy buena zona para pasear con los niños y con tantos bultos (cámaras, mochilas, bolsos...) Ahora sí aparecen los niños de la calle. Acaba de llover y el suelo está embarrado. Niños muy pequeños nos piden bires. Uno se mantiene a distancia con la mirada, algo ida, clavada en nosotros y en nuestros hijos negros mientras no para de rascarse todo el cuerpo por debajo de sus ropas harapientas (...)
Pronto decidimos volver al hotel. Estas inmersiones en la durísima realidad del país de nuestros hijos es mejor hacerlas sin ellos. A Tomás le pasa lo mismo que a Anteneh el año pasado: en cuanto vio el ambiente de la calle, los niños, el bullicio, el barro que lo impregna todo después del chaparrón, se agarra fuerte a las manos de sus padres y clava la mirada en el suelo. Se aferra al futuro que ya intuye. Misiker parece menos afectada, es mayor. Kalab y Anteneh esta vez van más sueltos. Anteneh no deja de mirar a los chavales que nos siguen, le llama la atención que algunos vayan descalzos y comenta que son cochinos porque se lavan los pies y las chanclas de tiras de goma en unos enormes charcos marrones que acaba de dejar la lluvia.
¡Qué situación! Nuestros hijos, que ahora estrenan ropa casi cada día, frente a los niños en los que perfectamente podemos verlos reflejados. Quién sabe si éste era el futuro que les esperaba. Si ésto es lo que han vivido hasta ahora. Nos llevamos lo mejor de este país, porque ni nosotros ni ellos (nuestros gobiernos, los suyos) somos capaces de garantizarles un futuro en el que al menos la comida, la salud, la educación y la casa estén asegurados. Qué paradoja: su miseria nos da nuestra felicidad. Pero ¿acaso sería mejor en estas situaciones de auténtica emergencia y necesidad renunciar a una felicidad compartida para que no se nos acuse de aprovecharnos de su penuria? Si alguien lo plantea así, que se ponga por un momento en la piel sarnosa de aquel chaval que nos miraba de lejos y no dejaba de rascarse por debajo de sus ropas viejas".
Nota: El niño que aparece en la imagen que ilustra este comentario no es del que hablamos, pero podría serlo.
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